Coger a los hijos por la cintura y echármelos a la espalda, eso quiero... o jugar en el sofá a «las peluchas», como «peluchábamos» hace casi nada... y olvidarme de sus capacidades, de su falta de futuro, de su fracaso casi seguro... Morder sus muslos y sentir sus carcajadas en mi estómago como una regeneración y un grito de «¡¡¡Estamos viviendo!!!». No necesito más que un presente, ni pido más, ni quiero más, ni pretendo más... un presente mimoso y risueño, cándido, apasionado y loco.
El futuro no existe y por ello no debiéramos trabajar para él. Que todo suceda y baste; y en el «mientras», un amor a raudales, un quererse como nuca y como nadie, un saberse en el ahora para que el luego no nos pille con todo pendiente.
Y es que, sobre todo y sobre todos, soy de mis hijos, pues ellos me hacen y me desacen, son la celda y el paraíso, la paz de espíritu y el terror en su máximo grado. Sí, en ellos crezco porque son caminos que parten de mí y toman otras latitudes poco a poco... y debo sentir que esas conquistas suyas son mías, que sus derrotas son mías... nuestras.
Y mientras, con ellos encima, jugando a las cosquillas o al boxeo de salón/comedor, comiendo fresas con nata y pasteles de crema y chocolate, haciendo tartas de queso o deberes absurdos, riendo y soñando juntos... hoy y quisiera que siempre.
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