Al atardecer, después de revisar las jaulas de las fieras, el domador sentó a su hijo sobre sus rodillas y le habló:
“Hijo, lo fundamental en nuestro oficio es que siempre quedé muy clara la sensación de escasez y que tú eres quien la gestiona de forma justa. Las fieras deben verte siempre como un ser superior y capaz, a la vez que deben entender siempre que tu mano es la que les da de comer. Procura que siempre se queden con hambre para manejarlas a tu antojo.... y nunca olvides el látigo, y que a cada golpe severo le siga un bocado para que no olviden que a su tragedia siempre va unida la recompensa... pero que se queden con hambre, siempre con hambre... cuanto más sometes a un fiera, más puedes obtener de ella.
Piensa que nuestra riqueza está en su absoluto sometimiento, ya que ese sometimiento será el asombro del público que llenará las gradas y nuestros bolsillos.”.
El domador bajó al niño de sus rodillas y le dijo que pusiera las palmas de la mano boca arriba, y el niño las puso temblando... Entonces el domador le asestó un golpe duro y seco en las palmas con el mango de su látigo. Al niño se le bañaron los ojos de lágrimas, pero no emitió ni un sonido de dolor... entonces el domador sacó un caramelo pequeño de su bolsillo y lo puso en las manos enrojecidas del niño.
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