Fresas en el jardín como un escándalo y estas ganas de ser lo que no he sido, feroces como insectos de pantano. Coke fría a las diez –con aceitunas– mientras creo en mi Mac como en un dios menor y busco en el ratón esa conexión cándida del hombre con su extremo, Norfloxacino con agua y un pellizco de pan para pasarlo, recortar con tijeras unos logos prosaicos para un cliente breve, un Chester largo y suave, humo para sahumarme –fumar se ha convertido en un vicio laudánico– y alguna castración pequeña como un silencio.
Fresas en el jardín y estoy mayor porque sé lo que hay y sé cómo se arregla, pero ya no hay tiempo, nunca lo hubo.
Despreciar al que tiene y al que es quizás sea la clave, mofarse de su serio estar y pasar, de sus pequeñas mierdas sin otro interés que el de un futuro que no existe ni existirá jamás. Sonreír levemente si mueren de pronto y recordar que un día dije de mis niños peruanos que no tienen solución alguna, y ver que su solución es haber sobrevivido a cada uno de los necios que desaparecen.
Ese dios de ellos, hecho como un cabrón integral y el mayor hijo de puta, hecho a su imagen y semejanza, podrido de miedos que dar y de óbolos que recibir.
Y quién soy yo, me pregunto tantas veces, para decir siquiera un sí o un no. Perdido en esta marcha constante hasta ninguna parte junto a otros millones de perdidos. Y esta fe en mí mismo que me desnuda a ratos, esta capacidad de rehacerme con el único recurso de poder decir lo que salga de la punta del capullo.
Vergüenza del que se sienta a leer tranquilamente, del que se sienta a comer con gula, del que se sienta a ver pasar el día con una sonrisa o sin ella. Vergüenza de que no sientan el pavor del que va a morir de hambre el próximo segundo.
La diferencia entre ellos y yo es que mis fresas están en el jardín y las suyas están en la nevera.
Fresas en el jardín y estoy mayor porque sé lo que hay y sé cómo se arregla, pero ya no hay tiempo, nunca lo hubo.
Despreciar al que tiene y al que es quizás sea la clave, mofarse de su serio estar y pasar, de sus pequeñas mierdas sin otro interés que el de un futuro que no existe ni existirá jamás. Sonreír levemente si mueren de pronto y recordar que un día dije de mis niños peruanos que no tienen solución alguna, y ver que su solución es haber sobrevivido a cada uno de los necios que desaparecen.
Ese dios de ellos, hecho como un cabrón integral y el mayor hijo de puta, hecho a su imagen y semejanza, podrido de miedos que dar y de óbolos que recibir.
Y quién soy yo, me pregunto tantas veces, para decir siquiera un sí o un no. Perdido en esta marcha constante hasta ninguna parte junto a otros millones de perdidos. Y esta fe en mí mismo que me desnuda a ratos, esta capacidad de rehacerme con el único recurso de poder decir lo que salga de la punta del capullo.
Vergüenza del que se sienta a leer tranquilamente, del que se sienta a comer con gula, del que se sienta a ver pasar el día con una sonrisa o sin ella. Vergüenza de que no sientan el pavor del que va a morir de hambre el próximo segundo.
La diferencia entre ellos y yo es que mis fresas están en el jardín y las suyas están en la nevera.
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