A Melqui, mi peruanito preferido, se le ha antojado una tablet para Navidad.
Ahora le recuerdo en las primeras fotos que me hizo llegar Lorena desde los cerros, agarrado de la mano de su hermanito Bruno, sucios los dos hasta el límite de la suciedad, con hambre, sin zapatos, sin casa (la familia vivía en un entresijo de plásticos). En aquella foto aparecían los dos hermanitos con la mirada triste, como desolada. Su mamá padecía problemas serios de salud y los niños vagaban por Alto Trujillo a lo que cayese.
Con el tiempo fuimos echando una mano a Melqui y a su familia. Les compramos zapatos, ropita nueva, materiales para ir al colegio. Lorena sacaba de vez en cuando a los niños a comer rico en algún centro comercial de Trujillo (para ellos eso era un regalazo), luego llegó un carrito pollero para la familia y más tarde una casita nueva (que nos costó un montón sacarla adelante).
Cuando viajé a Trujillo el noviembre pasado, pude estar con Melqui y ver cómo había cambiado aquel niño triste de las primeras imágenes. Inteligente, divertido, tremendamente curioso y cariñoso como pocos, consiguió que me liase la manta a la cabeza para hacerle llegar una bicicleta por Navidad. Recuerdo que me dijo: "No sea malo, gringo, y deme mi bisicleta". Yo entonces ya había llegado a la triste conclusión de que los niños como Melqui no tienen futuro, ningún futuro, por mucho que nos empeñemos, y entendí de pronto que niños como él, que necesitan de todo, un todo inacabable, se han ganado el derecho inexcusable de tener, como poco, un día absolutamente especial en su vida, un día en el que llegue a sus manos algo que jamás hubieran imaginado tener, algo que se salga de toda lógica, de su lógica, por no esperarlo y de la nuestra por entender que hay otras prioridades que tienen mucho que ver con la necesidad perentoria.
Mi padre me contó muchas veces que, cuando era niño, se hacía cochecitos con trozos de madera y soñaba con que un día tendría uno de esos coches imposibles, y lo hablaba con sus amigos y todos decían: "Jo, un coche, si alguna vez tuviéramos un coche...". Y me decía mi padre que cuando compró su primer coche, se acordó de que aquella ilusión por lo imposible fue mucho mayor que el hecho de haber podido ahorrar, trabajando, para comprar su primer vehículo. "Lo realmente bonito y mágico hubiera sido que entonces, cuando yo era niño y todo parecía imposible, mi padre (mi abuelo) hubiera aparecido por el barrio con un coche".
Y eso fue lo que sucedió con Melqui cuando vio su bicicleta nueva, su sueño cumplido de pronto, y sintió una felicidad inexpresable. Pues esa felicidad es la que me apetece que tenga de nuevo Melqui, a pesar del hambre, de la miseria diaria, de la necesidad constante de todo. Un día mágico, pero no solo para Melqui, sino para todos los críos del cerro de Alto Trujillo, un día que se quede grabado en sus memorias como 'aquél día feliz en el que lo imposible fue posible'.
Yo sé que cuando Melqui reciba su tablet sonreirá bien bonito y luego dirá a voces: "¡Qué guay!".
Ahora le recuerdo en las primeras fotos que me hizo llegar Lorena desde los cerros, agarrado de la mano de su hermanito Bruno, sucios los dos hasta el límite de la suciedad, con hambre, sin zapatos, sin casa (la familia vivía en un entresijo de plásticos). En aquella foto aparecían los dos hermanitos con la mirada triste, como desolada. Su mamá padecía problemas serios de salud y los niños vagaban por Alto Trujillo a lo que cayese.
Con el tiempo fuimos echando una mano a Melqui y a su familia. Les compramos zapatos, ropita nueva, materiales para ir al colegio. Lorena sacaba de vez en cuando a los niños a comer rico en algún centro comercial de Trujillo (para ellos eso era un regalazo), luego llegó un carrito pollero para la familia y más tarde una casita nueva (que nos costó un montón sacarla adelante).
Cuando viajé a Trujillo el noviembre pasado, pude estar con Melqui y ver cómo había cambiado aquel niño triste de las primeras imágenes. Inteligente, divertido, tremendamente curioso y cariñoso como pocos, consiguió que me liase la manta a la cabeza para hacerle llegar una bicicleta por Navidad. Recuerdo que me dijo: "No sea malo, gringo, y deme mi bisicleta". Yo entonces ya había llegado a la triste conclusión de que los niños como Melqui no tienen futuro, ningún futuro, por mucho que nos empeñemos, y entendí de pronto que niños como él, que necesitan de todo, un todo inacabable, se han ganado el derecho inexcusable de tener, como poco, un día absolutamente especial en su vida, un día en el que llegue a sus manos algo que jamás hubieran imaginado tener, algo que se salga de toda lógica, de su lógica, por no esperarlo y de la nuestra por entender que hay otras prioridades que tienen mucho que ver con la necesidad perentoria.
Mi padre me contó muchas veces que, cuando era niño, se hacía cochecitos con trozos de madera y soñaba con que un día tendría uno de esos coches imposibles, y lo hablaba con sus amigos y todos decían: "Jo, un coche, si alguna vez tuviéramos un coche...". Y me decía mi padre que cuando compró su primer coche, se acordó de que aquella ilusión por lo imposible fue mucho mayor que el hecho de haber podido ahorrar, trabajando, para comprar su primer vehículo. "Lo realmente bonito y mágico hubiera sido que entonces, cuando yo era niño y todo parecía imposible, mi padre (mi abuelo) hubiera aparecido por el barrio con un coche".
Y eso fue lo que sucedió con Melqui cuando vio su bicicleta nueva, su sueño cumplido de pronto, y sintió una felicidad inexpresable. Pues esa felicidad es la que me apetece que tenga de nuevo Melqui, a pesar del hambre, de la miseria diaria, de la necesidad constante de todo. Un día mágico, pero no solo para Melqui, sino para todos los críos del cerro de Alto Trujillo, un día que se quede grabado en sus memorias como 'aquél día feliz en el que lo imposible fue posible'.
Yo sé que cuando Melqui reciba su tablet sonreirá bien bonito y luego dirá a voces: "¡Qué guay!".
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