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Mencio


Me llamó José Luis Morante y lo agradecí un montón, pues andaba con muchas ganas de volver a conectar con mi amigo del alma -yo le había llamado varias veces a su casa, pero andaba de vacaciones y fue imposible el contacto–. Le percibí con ganas, con muchas ganas, pero con el jodido peso de un montón de «demás» a cuestas. hablamos de la vida –de nuestras vidas–, del comienzo del curso, de la responsabilidad del enseñante y de cómo una decisión en los cursos menores puede truncar la vida de un chaval o cambiarla en un giro de 180 grados, de la cuesta familiar que son los hijos y los padres, del tiempo que nos queda, de los «amigos» que sólo resultan ser conocidos accidentales con un puñal en la mano, de buscar un día para vernos y charlar. También me recordó a Lara Cantizani, del que no sé nada desde hace un montón de tiempo a pesar de que tengo un libro de su colección listo para entrar en máquinas desde hace meses sin recibir el visto bueno –es un libro de Miguel D’Ors, un diario de corte literario, «Virutas de taller», que ya va por la enésima corrección–. No sé qué sucede en Lucena, sólo sé que hay un silencio largo y extraño del que no me dejan preocuparme mis continuos quehaceres y problemas –espero que el tiempo me traiga noticias como suele hacerlo siempre.
También me contó José Luis que anda en una antología de los textos poéticos de Luis Pastor –lo que me trajo a la memoria que llevo inacabando su biografía desde hace dos años, ¡perdón, perdón!– y que cuenta conmigo siempre y para todo –circunstancia que hago recíproca.

(17:06 horas) A veces los conocidos que te llaman «amigo» se tornan en fantasmas y se transforman en un cero a la izquierda de la izquierda. No sólo no existen, sino que te perturban con jodidas energías negativas que tú no has buscado y que ellos se montan por noticias de ti que ni siquiera se aproximan a lo que eres ni al lugar que ocupas. Se apagan igual que crecieron y quieren llevarte consigo en su fracaso o en su miseria. No miden, porque no lo saben, cuál es tu escala de valores ni entienden que no son necesarios, y menos con su carga de ricino.
No entenderán jamás que intento hacerme un mundo autogestinado que alimente mi hambre y mi libido –ya casi estoy en él–, que mi energía llega tan sólo de mismo y ya ha aprendido a retroalimentarse hasta el punto de no necesitarme más que a mí y a quien yo decida en cada paso que me invento. Sólo son necesarios si yo los estipulo como tales. Sé sus tristes miserias, pero no me interesan; sé bien de sus valores y los anoto en su cuenta sin pensarlo; sé cómo funcionan sus dobleces y las paso por alto... No me afectan sus cuitas ni sus odios, nunca les pedí nada que no fuera alegría y buenos rollos... No saben que no existen si no me hacen reír o pensar un ratito. Les jode mi locura, que logre lo que quiero cuando quiero, que hable en justa plata o cuente la lujuria de mi farsa, que es la suya, sin más. Les duele en los riñones que no le dé importancia a lo que hacen, porque yo lo hago igual, mejor y peor, pero sin ínfulas. Les duele que me integre unos minutos y logre lo que a ellos les cuesta lametones de culos importantes... y al rato me descuelgue y cuente la saliva, el sorbo, el lametazo...
No entenderán jamás que estamos en un juego que no tiene importancia y el valor es el roce, la risa, el tierno abrazo... no el galardón del asco, no el mísero clarín puesto en un nombre, no el ser más ni el ser menos.
Si vienen, los abrazo; si se van, los despido; si no quieren volver, me olvido lentamente; si me envidian, sonrío; si triunfan, yo me alegro y sigo en mi charada.
¿Qué importa no ser algo, si estás donde decides?
Yo disfruto.
Ellos tiemblan.

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