El día después es de limones amargos y de cristales no consumados que se quedaron en arena por falta de la presión vital que cristaliza… y también de llorar juntos, abrazados y en silencio… pero ha de nacer en ti un salvaje que se atreva a correr desnudo bajo la lluvia nueva y no sepa temblar pensando en las victorias; un hombre nuevo, herido de vida y sin modales, que tenga en su experiencia un resto de utopía… un ser que haga temblar el futuro y enternecerse a las piedras, que no tema a la ebriedad ni le asuste el absurdo.
El día después es también de alamedas y noches, y habrá que hacer el rito de la nostalgia frente al fuego y dejar que las cenizas vuelen libres e intenten germinar un rododendro… pero habrá de nacer en ti un delirio infinito que nos lleve a la avena y al ciclo vertebral tan necesario… no desfallezcas entonces, pues en ti se contiene el rudimento que nos hará arquitrabe y horno otra vez, hombres en cada piedra colocada y en cada pan resuelto.
El día después te sigue despoblando de lo que más querías, pero también te ofrece la lucidez exacta de tu hermosa estatura y te troca en el mejor arquero para la batalla que está por venir… entonces sabrás que la semilla que germinó y se frustró sigue latiendo en el aire que respiras, en la calma del campo que te entra por los ojos, en la lluvia tranquila bajo los soportales… y sabrás que en ti nada se ha despoblado –ni en nosotros–, porque persiste un eco de aquella risa franca que te hizo perdurable.
Llevas sobre tu frente el soberbio candor de las ciudades como una eucaristía, y en tus ojos han de crecer los pastos más bellos de Occidente para cubrir el Sahara [será entonces la pradera infinita que soñaste], y habrá comida puesta a la hora precisa para quien la reclame [tú la habrás procurado con esa rabia nueva que te crece del centro], y encontrarás descanso de este tiempo de caries con su arisco veneno… No dudes, compañero, al echar cada paso, porque será común y compartido.
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