Me gusta cerrar los ojos y volver la vista atrás... el escenario es un piso familiar acomodado en un edificio de los años sesenta, la primera posesión grande de mis padres, una posesión que les costó quince años de trabajo común en una pastelería y miles de horas vendiendo por las casas mantas para el invierno a plazos de cinco duros semanales... mi madre era como unas castañuelas (lo sigue siendo para su suerte y la de quienes la rodeamos) y le hacía contrapunto a mi padre, siempre ocupado con sus cuentas, sus cobros y sus pagos, sus inventos mercantiles y sus miles de problemas pequeños que se resumían en un problema enorme. La casa era más un almacén en el que se vendía de todo y a cualquier hora, y yo era el habitante más especial de aquel piso estrechito con un enorme balcón corrido mirando al monte de El Castañar.
En aquel escenario, que para mí era absolutamente mágico, guardaba mi pequeña biblioteca, una colección de bichos metidos en alcohol, un microscopio de color quirófano en su cajita de madera y montones de frasquitos con productos químicos que me servían para ‘jugar a los experimentos’, como decía siempre mi abuela... llamaba al timbre y, antes de entrar, siempre preguntaba... ‘¿está haciendo experimentos el niño?’, y si la contestación era positiva, besaba a todos y salía por pies buscando la calle, mientras farfullaba... ‘el día menos pensado este niño va a hacer estallar el edificio’... yo era feliz montando mis preparados en los porta de cristal... agua sucia de alguna charca, saliva, alas de mariposas, pelos, uñas... o haciendo cultivos sobre agar.-agar en dos placas Petri que me compró mi padre en uno de sus viajes a Salamanca... generalmente los cultivos eran de leche, saliva o cualquier alimento líquido que pillaba por casa.
La casa recibía visitas constantes de los clientes de mi padre, que más que clientes eran amigos dispuestos a cualquier cosa, desde compartir la sopa del día hasta echar una mano si llegaban los furgones con mercancías nuevas (había que subir cuatro pisos con aquellas cajas enormes y pesadas)... y de todo aquel trasiego lleno de cercanía iba creciendo cierto sentimiento solidario entre todos, un sentimiento que acabó arraigando en mí sin querer, fundamentalmente por la actitud de mi madre, que recibía constantemente a niños llenos de mocos y a ancianitos a los que sentaba junto a mí a ver los programas de TVE en la Telefunken de color caoba, mientras les preparaba leche migada o bocadillos de chorizo rojo... de pronto gritaba... ‘¡todos a lavarse la cara y las manos y a quitarse los mocos!”... y hacíamos cola en la entrada del baño para poder acceder a su bandejona llena de meriendas.
Y digo que me gusta volver la vista atrás, y lo hago con frecuencia... pero hoy más, porque he vuelto a ver a mi madre postrada por uno de esos infortunios cabrones que trae le vida con su sesgo injusto... dos chicos que salían de un bar han tropezado con ella y ha caído al suelo, rompiéndose la cadera (la que le quedaba sana)... y he pasado unas cuantas horas observando su terrible dolor y absolutamente incapacitado para aminorarlo, mientras le escuchaba a mi padre repetir con insistencia... ‘tu madre no se merece esto, hijo, no se merece esto’. Mi forma de asistir a su sufrimiento y soportarlo ha consistido en recordarla en aquel piso estrecho con vistas y muebles de formica que tenía el salón enmaderadito de parquet pulido.
Mi madre solo repetía: ‘¡Ay, dios mío, qué dolor!’ mientras yo pensaba en sus medias tendidas en el tendedero del balcón, en los momentos mágicos de desembalar las mercaderías (mi padre siempre sumaba en sus pedidos de almacén algunos regalitos para mi madre y para mí... alguna camisa, un foulard, unos tejanos...), en las noches de bechamel envolviendo la croquetas en pan rallado, en los raros días que salíamos juntos a tomar un refresco con aceitunas en el derribado bar Sol, en cómo me miraba bien las manos antes de comer para ver si estaban realmente limpias, en su risa constante y en su eterna disposición para hacer lo que fuera preciso... y era como una película rara de hace cuarenta años, una película con la banda sonora equivocada.
Mi casa... que ningún partenón podía comparársele.
Mi madre... única y divina... ahí... sufriendo... ¡Es la hostia!
Buenos días, Luis Felipe Comendador:
ResponderEliminarEspero que a tu madre se le solucione pronto lo de la caída.
Te pongo en mi lista de entradas pendientes en mi blog de cine. Me gustó mucho tu libro QUE YO SOY NORMAL.
A esta hora me quedo con tu capítulo de LA PASTELERÍA, PÁG. 41.
¿Sabes, los “petisús” de crema también eran mis favoritos.
Te dejo un vídeo youtube, con canción
Saludos.