Estallan en los caminos las digitalis purpúreas en este verano raro y Béjar está más vacía que nunca porque el vacío se ha convertido ya en un estado de ánimo entre vetón y bijarrense. La flora y la fauna permanecen intactas, impertérritas ante el devenir de los hombres con su cosa cansina de apagarse. Dos esquelas de domingo fraguan el esqueleto de la tarde (otra vez, como cada día) y un par de turistas suben despacio las escaleras de la iglesia de El Salvador. Salen pasados dos minutos y se acercan hasta el bar donde estoy tomando café. Me hablan.
– Buenas tardes. ¿Nos podría decir qué visitar en Béjar esta tarde?
– Yo creo que la mejor opción es que suban hasta El Castañar y conozcan la ermita y la plaza de toros, que es la más antigua del mundo, además del hermoso paisaje del monte. Allí hay algunos chiringuitos donde pasar la tarde con una bebida fresca y disfrutar.
– Ya, pero no nos apetece mucho hacerlo con el coche. Si hay algo que ver en la ciudad, lo preferimos.
– Hay mucho que ver, pero me da que hoy domingo les está negado. Importante es el Museo de Mateo Hernández, un gran escultor de talla directa. Está a dos pasos de aquí, pero seguro que estará cerrado. Aquí mismo, al frente, en el Palacio Ducal, hay un patio renacentista muy destacado, pero permanece cerrado durante todo el verano, y al lado, en el torreón de la derecha hay un artilugio Da Vinci, la cámara oscura, que es espectacular, pero veo desde aquí que la puerta está cerrada, así que no se molesten. A unos doscientos metros, a la vuelta, está el Convento de San Francisco, con una sala dedicada a los objetos donados por Valeriano Salas, un diplomático diletante que viajó por todo el mundo, que tiene piezas muy destacadas, sobre todo de arte oriental, además de un Sorolla magnífico, pero me temo que también estará cerrado. A la salida de la ciudad, en dirección Salamanca, está El Bosque, un jardín renacentista precioso en el que pasar una tarde inlovidable, pero yo no haría el esfuerzo de ir, porque seguro que se darán con la puerta en las narices. La mejor opción es El Castañar y luego acercarse a Candelario, un pueblo precioso, en el que me consta que hoy tiene dos exposiciones abiertas al público y hay algunas actividades estivales. Seguro que pasan una buena tarde.
– Muchas gracias, ha sido usted muy amable.
– Gracias a ustedes por venir a conocernos.
– La verdad es que estamos un poco frustrados. Venimos del Museo Judío, que nos lo recomendaron en el restaurante donde comimos y estaba cerrado. Solo hemos encontrada abierta esta iglesia, pero la verdad es que no nos ha parecido gran cosa.
Se despidieron y tomaron camino del aparcamiento para acercarse hasta El Castañar.
En la Plaza Mayor quedaron un tipo con un perro y unos auriculares conectados a su teléfono –estaba sentado en la puerta del ayuntamiento–, dos gitanos de los fijos bebiendo cerveza en el escalón de una antigua peluquería, el gran camarero de verde esperando clientes a la puerta del restaurante Abrasador, un camarero de negro esperando clientes a la puerta del restaurante Casa Pavón y un par de señoras con aperos de piscina esperando al autobús.
Las sombrillas jugaban con la brisa a prestarle movimiento a la plaza.
Yo sonreí levemente, porque me encanta la soledad en mi pueblo, pero mi sonrisa era un tanto amarga al pensar en el tiempo que nos queda y en cómo lo solventaremos.
Aquí todo va bien para los que vibran siempre en el todo va bien y en el no hay que preocuparse.
Terminé mi café, respiré hondo y me retiré a leer El mapa y el territorio, de Michel Houellebecq.
Se van de Béjar-Páramo sin saber que han conocido lo mejor que podía darles.
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