Te invito a desayunar, le dije, y se quedó perplejo, como si no entendiera que un tipo como yo, caucásico y primermundero, se acercasé a él sin conocerle y le ofreciera un café con churros. Aceptó con una sonrisa y su cara de hambre troco en satisfacción. Yo pedí un café con leche y un par de churros y él hizo un gesto con la cabeza para pedir lo mismo. Le indiqué al camerero que le sirviera dos porras y volvió a sonreírme. Tardó un par de minutos en beberse el café y envolvió las dos porras con unas servilletas.
– Muchas gracias, señor. Yo las llevo a la casa si a usted no le parece mal. Mi esposa no ha comido nada desde ayer por la mañana, solo comió la niña un huevito al mediodía y un vasito de leche por la noche. Les llevo las porritas para que se las coman. Van a ponerse bien felices.
Mientras hablaba, el camarero puso sobre la barra una tortilla de papatas recién hecha.
Le pedí que hiciera tres bocadillos de aquella tortilla y que me los preparase para llevar. El hombre sonrió con franqueza al escuchar mis palabras.
Pedí otro par de porras con otro café y le rogué que se lo tomara mientras nos preparaban los bocadillos. Lo hizo.
Salieron los bocadillos envueltos en papel de aluminio y me los entregaron en una bolsa blanca. Se la entregué al hombre y volvió a darme las gracias.
Pedí la cuenta y el tipo de la barra me dijo:
– No sé quién es usted, pero invita la casa.
Yo insistí, pero el tipo no me dejó pagar.
– Aquí tiene usted su casa cuando lo precise –me dijo.
Nos dimos un apretón de manos.
Mi compañero accidental y yo salimos a la calle emocionados. Me dijo:
– Solo quiero pedirle una cosa, ¿me permite? –asentí con la cabeza– ¿Puedo darle un abrazo?…
Y recibí el abrazo más hermoso que haya recibido nunca.
Era ecuatoriano, pequeñito, y en su visible pobreza mostraba una dignidad inenarrable.
No he vuelto a saber de él.
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