Tener que pasar por un hospital a/por lo que sea es una experiencia agotadora que te detrae del tedío diario como un golpe en el mentón… Los nervios del viaje a medianoche, que son como un vértigo constante, la entrada que acojona al monstruo de hormigón empastichado de enormes letreros luminosos… UNIDAD DEL CANCER, URGENCIAS, MEDICINA NUCLEAR, DIÁLISIS… Y ese darte de alta hospitalaria… Luego el maravilloso igualarse por abajo en el desnudo y la bata hospitalaria que te deja suponiendo un pequeño holocuasto resumido en un ‘quedo en sus manos’ que se ajusta entre cierta fe y un miedo inexpresable.
Medio afiambardo, te retiran los lazos familiares y te llevan a una soledad de seres superiores que hablan otro lenguaje que no entiendes… Fe y un miedo inexpresable, ya te digo.
Y llega el tiempo de la espera (desesperante, exasperante)… Hora tras hora sin noticias junto a otros ‘sin noticias’ que poco a poco anulan la distancia, creando una pequeña comunidad que empieza con miradas y sonrisas, y termina compartiendo un bocata, invitando a una Coke de máquina y contando primero pormenores y causas del trance operatorio, y, después, toda la vida entera… Al paso de una hora, ya hay lazos de amistad creciendo, direcciones cambiadas y palabras de ánimo constantes cruzándose como balas trazadoras… Cuatro horas así y te llaman al móvil…
– Todo ha salido como estaba programado… El paciente pasa a sala de recuperación… Le avisaremos cuando se le lleve a planta.
Respiras con alivio, te dan la mano los amigos nuevos, te felicitan y te animan, y tú les das esperanzas de que a ellos les llamarán en breve… Y otra espera de cuatro horas larguísimas, tediosas… Escribes en tu libro de viaje todas las sensaciones… Te aburres de escribir… Te escapas diez minutos a la puerta para echar un par de cigarritos… Vuelves con ilusión a la sala de espera y haces un dibujo del paisaje anodino y gris que se ve por los enormes ventanales del monstruo de hormigón… Invitas a un café de máquina a tus acompañantes y vuelves a compartir recuerdos … Y te llaman por fin para indicarte que el paciente está en planta… Te despides de toda la comunidad de la sala de espera con abrazos y apretones de manos y vas corriendo con la idea de ‘YA’… Es triste suerte, una hora más de espera –resulta que algún técnico calculó mal la medida de los ascensores y las camas no entran por las puertas de aquellos… deben trasegar a los enfermos a camillas pequeñas para transportarlos y eso lleva un tiempo… En fin, las mandangas políticas de hospital recién hecho–… ¡Por fin en planta!
La suerte, a mayores de una operación bien realizada, la gran suerte, es compartir habitación –pequeña para dos, otra nueva mandanga política de hospital recién hecho– con una divina familia gitana… Victoria, Marcial y Tere, divinos hasta donde podáis imaginar. Dada la novedad mandanguera del nuevo hospital, lo han estrenado sin servicio de restaurante, por lo que los acompañantes de pacientes tienen que alimentarse de conguitos y café de máquina o hacer a pie un par de kilómetros para poder comer algo caliente… Pero estaban Marcial y Tere, que solucionaron en un momento…
– Estando yo aquí, usted no se queda sin comer –dijo Marcial– que mi prima tiene una tienda en la que da de comer a estudiantes.
Llamó a su tropa y en un ratito me entregaron una bolsa con una barra entera rellena de filetes de lomo con queso caliente, manzanas, plátanos, naranjas y dos latas de cerveza… De verdad, colegas, una suerte, una gran suerte encontrarse con personas así de bonitas en estos trances. Intercambiamos direcciones y teléfonos, y seguro que nos reencontraremos en el tiempo, porque se merece ese reencuentro fuera del hospital.
Y eso, que unos jodidos días de hospital con preciosos saldos positivos y este pinzamiento del ciático que se ha multiplicado por la espera incómoda.
Y que todo salió bien.
Me alegro de que todo saliera bien y de que te echaran una mano los gitanos, que me caen muy bien.
ResponderEliminarUn beso grande y enhorabuena.