La inminencia como forma de vida, su cernirse con asma sobre nuestras cabezas para dejarnos quietos... ese ‘ya’ que trafica con las respiraciones, que las acelera o las deja trabadas... la inminencia como el justo castigo al pecado diario de vivir, como justo castigo a este ‘ser de futuro’ que nos hemos montado, olvidando que el refugio era siempre el árbol alto y esperar a que el torvo carnívoro valorase con tino que ya no éramos presa... la iminencia en las cosas que nos rodean, en la gente a punto de morir cada minuto o a punto de seguir viviendo, la inminencia en las deudas morales y económicas, la iminencia en el acto de amor, en el odio, en el saldo diario de miradas y tactos, en la caducidad de cada gesto... la inminencia como agravio al sistema nervioso, como espasmo al previsto ‘dejar de tener’ que nos acecha, como lección primaria para los que no entienden que ‘dejar de tener’ no es ‘dejar de ser’... la inminencia como justo ejercicio colectivo del sí y el no.
La inminencia diaria hace que el hombre sea un intranquilo endémico e incapaz de anudarse a otra idea de vida... es un arma capaz y efectivísima de este capitalismo que corta las cabezas sin cortarlas (capital-istmo), un arma que elimina sin aspaviento alguno, sin humo, sin estruendo, sin balas trazadoras ni napalm incendiario, sin la vistosa sangre pintando las camisas, sin gritos de dolor, sin alaridos... un arma silenciosa, efectiva y discreta que no huelen los perros de frontera ni hay escáner capaz de escanearla.
La inminencia ahora mismo te está pegando duro y tú no lo procesas, solo sientes un vértigo constante, un poco de temor, algo de asfixia y un sentimiento oscuro de que algo cambiará en unos segundos.
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