Ya es otoño, un otoño de chanclas a las cuatro de la tarde y de café con hielo si se tercia, un otoño para sentirme algo más viejo, algo más gastado y también bastante más comprensivo con casi todo, aunque perplejo entero.
Apenas descanso en las últimas semanas, pero aún me queda tiempo para cerciorarme de que tengo un pulgar en mi pie derecho, que la rodilla hormiguea (no sé quién me dijo que mirase a ver si tengo alguna variz interna... ‘ni de coña’, le contesté), que el estómago suena y es como otra voz en mí capaz de asentir y de negar, que la mano está presta a pillar arañazos y heridas pequeñitas, que el cuello tiene adentro un habitante que cruje de vez en cuando y que la cabeza está hecha un puñetero lío de cuentas, presupuestos y mil cosas por hacer... ya es otoño, pero no lo parece, pues aprieta el calor y ha venido José Luis desde Panamá y todo parece como antes, como un antes de hace diez meses o quince, yo qué sé... y me afirmo en esta soledad que colma, en este silencio lleno de ruidos familiares, en este ser sin ser, en este estar sin querer estar y hasta que quiera el que tiene el poder magnífico de apagar la luz... y no estoy mal ni bien, que sencillamente no estoy, porque he descubierto que me cansa mucho estar en cualquier disposición, que me agota incluso pensar en cómo me siento (de sentirme y de sentarme)... en todo caso sí que estoy aquí, en presencia física, para lo que se tercie o se destercie, y también estoy para desubicarme de todo lo absurdamente social, para encontrarme quizás en esta luz dirigida a mi teclado y saludarme atentamente, sin entrar en muchos más detalles...
Ya es otoño y me fumo el último Camel de la cajetilla... no sé si para celebrarlo o celebrarme.
Sáludate pues y celébrate como si no hubiera un mañana, pero sobre todo como si nunca hubiese habido un ayer.
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