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Mostrando entradas de abril 20, 2008

Los membrillos robados.

Recuerdo los membrillos robados en una huerta alta que había junto a las escuelas de Filiberto Villalobos, eran enormes y amarillos, y dejaban la boca rabiosa y la lengua gorda. Yo me sentaba a mirar cómo se oxidaba la mordida en aquella carne entre blanca y crema, justo hasta que tomaba un color marrón oscuro. Eran días chiquillos de baterías a pedradas y luchas intestinas que no llevaban más que a la gravedad de una pitera o a las rodillas magulladas. De aquellos días me quedan recuerdos como tesoros que suelo abrir en las tardes de calor y soledad para enredarme en ellos… los días don Sabino de capón y reglazos, las interminables tardes de taba y escondite, las mañanas de fútbol con pelota de goma en El Solano, las horas minicares y las de indios de plástico, los fines de semana en El Regajo con medio colón de pan y una libra de chocolate Suchard, las primeras novietas subiendo a El Castañar cargando el comediscos y el álbum de los singles con temas de los HH, de Nino Bravo, de los

El diapasón del día me pone espantapájaros.

Para esta luz de hoy [el día está explosivo] quisiera algunos árboles azules que filtraran la sombra hasta mis ojos, un pedestal de musgo fresco y mullido, un pulmón sin tabaco mientras el otro fuma, alguna falda corta –alguna falta–, la comida untuoso de un restaurante al aire y un olor a fritangas, la ictericia en ojeras de mis gafas de sol, el umbral de una piel con calor y humedades, unas medias de nylon reptando unas rodillas, un peine de carey, los labios de anticuario de una mujer de entonces, alguien que venda flores, un plumier, un haber fornicado que se arpegia en sonrisas de alguna cara virgen, un naipe de Fournier, un tocarse temblando, un gesto vigilante mientras la mano ocupa su táctil atención en un mar de satén, una brújula loca, una esquina, un traspiés, unos pezones vivos trazando en una blusa su sísmico vaivén, los bajos de una mesa, el vientre del Edén, el asfalto meloso y el grillo de los pies, el ópalo, el jengibre, dos nalgas de mujer moviendo el mundo entero, el

Pulsión mirando unas esculturas de Alberto Hernández.

No es nada el Arte [y es nada], pero sí el pensamiento cabalgando una idea, la pulsión por hacer, la mancha puesta o la palabra arrimada a otra palabra, el dedo en el teclado con la mirada llena de una lucidez mórbida [como la del que se queda dormido en las esquinas sin querer]. El Arte no es el cuadro, la pieza en su volumen ni el poema, porque el Arte no existe, existe el ser individual que se la juega a un trazo o a un decir sin querer trascender y trascendiendo; existen la mirada distinta y la otra voz, el recoger un sentimiento huido y doblegarlo, el meter el dedo en la herida y sentir cómo late… Divagar con color y con violencia –no soy fauvista–, deducir el concepto geométrico de una forma con curvas y con oscuras simas sinuosas –no soy cubista–, ser espontaneidad y voluble desintegración –no soy superrealista ni de coña–, practicar un estilo rudimentario –no soy tan tonto como pudiera parecer– y nunca separarme de lo real –pero buscar en todo momento la sugestión poética. Hay

La Dríade.

Hoy recibí un montón de insultos serios y algunas amenazas [anónimos todos, claro] por llevarme bien con Francisco Montero. Por esta razón, y para evitar la exposición al público de los ataques anónimos hacia Francisco en esta bitácora [que a mí me llamen ‘puto gilipollas’ y otras lindezas similares, fíjate tú, me toca los cojones a estas alturas], he decidido volver a habilitar el filtro en los comentarios. No creo que esta plataforma sea la adecuada para dar salida a la ira anónima contra Francisco, especialmente porque a mí no me da la gana, ¿vale? Corto y cierro. ••• Me encanta la figura de la Dríade de Andersen [un hamadríade que moraba en un castaño y decidió sacrificar su vida para conocer París y luego morir], su decisión de cambiar el tiempo por la pasión del conocimiento, su desprecio a la estancia y su huida. De chiquillo tenía un cuentín troquelado que narraba la historia de la Dríade y yo lo guardaba como oro en paño tras la puertecita de madera de la mesilla de mi alcoba,

Sobre el socialismo democrático.

El socialismo democrático al que pertenezco por ideología [que por principio no es revolucionario, pero tampoco es esa socialdemocracia de libre empresa] se basa en la intervención pública en la economía y en el control del sector privado, lo que exige un presupuesto muy medido de ideas claras sobre las que hacer política. Y es en esto en lo que parece que Jesús Caldera tiene que abrir trochas nuevas. Mi percepción del asunto, mi percepción de tipo escondido en el culo del mundo al que solo le arañan un poquito las circunstancias políticas reales, es que se debe trabajar fundamentalmente en política social sin poner excesivos acentos en las falsas igualdades [esas que no existen por fisiología], esos acentos que hacen que las balanzas cambien de sentido de forma artificial [me refiero a la cuota femenina, por ejemplo, o a la igualdad de oportunidades en los casos de minusvalía…], y que nadie me mire mal y lea bien, que me estoy refiriendo a las ‘situaciones forzadas de forma artificial

Un chien andalou.

‘Un chien andalou’ se cierne sobre mi cabeza [se están realizando unas jornadas andaluzas en el restaurante que hay encima de mi imprenta, unas jornadas de acedías, chocos, soldaditos de pavía, rabo de toro, pescaíto frito y gambas de Huelva, vinito fino y catavinos], y llueve de mareo, como un mar cantábrico, y en el nublado no hay posibilidad de que un cirro afilado corte el ojo derecho de la luna. ‘Le chien’ hace gárgaras con el agua de lluvia mientras espera a que despeje para aullar una soleá o para ladrar una canción de espejos y navajas. No sangre, nunca sangre, ni sangre Buñuel… pero sí saliva, una saliva densa y blanca para dejar el vínculo de lo desoxirribonucleico más Watson&Crick… saliva que contenga todo el pasado del hombre en un giro helicoidal, saliva para compartir y mezclar, para estar como prestada en otra boca o en otro sexo; saliva para dejar el rastro y hacernos tan eternos que jamás pueda morir nuestra impronta… No sangre, nunca sangre, o solo sangre del suic

Nautilus belauensis.

El viejito, que tiene el cuerpo enroscado como un nautilus belauensis, como traído hacia sí mismo, ya perdió la cabeza hace unos años, pero no era notorio, pues caminaba tranquilo con su bastón tres o cuatro metros detrás de su esposa y no le dirigía a nadie la palabra. Fue hace unas semanas cuando empezó el escándalo de su siroco senil y hasta hoy no ha parado. Yo lo supe porque hace unos días que me paró en la calle, justo al lado de la puerta de mi imprenta, y me exigió a voces que le entregara una bolsa de cemento blanco. Le expliqué con paciencia que podría darle papel o cualquier otro material de imprenta, pero que cemento no tenía. Él insistió muy airado, blandiendo su bastón amenazante y gritándome que no tenía caridad, que yo era millonario y tenía mi almacén lleno de cemento blanco, que le diera una bolsa llena o que se liaba a garrotazos conmigo. Intenté calmarle, pero cada una de mis palabras multiplicaba su ira y hacía que sus movimientos tomaran velocidad y fuerza. Me d