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Mostrando entradas de julio 20, 2008

Retórica de pieles para esta resaca de tristeza.

Y para esta resaca de tristeza quiero hoy una hermosa retórica de pieles que me lleve a lo caliente y limoso, una retórica de pechos coronados con hermosos pezones de puro chocolate prestos para la boca, una retórica de muslos jugando a columnarios con sus turgentes capiteles de carne y sus angostas selvas, una retórica de pliegues y hendiduras mojadas como peces, una retórica de nucas esperándome y de manos solares amaneciendo entre unas nalgas cálidas… El hombre espiritual se redime en lo físico, y también se sana. Así, hoy rebusco una estética que sepa procurarme reacciones intensamente físicas, una estética que me haga arder y caer en picado al mismo tiempo hasta lo corporal; ésa que procura la nata caliente después de la tensión y lo encarnado, la que derrama mientras presta el temblor. Y busco en mi cabeza un cuerpo donde hundirme sin posible escafandra, un cuerpo que amasar como se amasa el pan o los bollos maimones, un cuerpo en el que resbale la crema y se evapore… y luego dar

Avalancha de pijos insufribles.

Los tres bebían a gollete de sus botellas de cerveza tipo Pilsen, mientras hablaban de que las tías son muy putas y de que por la mañana hacía un calor ‘tope’ en la finca de Candelario. Uno tenía cara de auténtico gilipollas [se le notaba el más débil del grupo… y terminó pagando las consumiciones, claro] y los otros dos de cabrones sin solución posible… “Por favor, dígame qué le debo”, espetó a la camarera el gil, mientras uno de los cabrones le decía al otro en alto: “déjale pagar, que luego se desgrava la nota”. Recibida la noticia de la suma cervecera, el gil sacó su tarjeta oro y pagó con ella las tres birras [la descojonación]. “¿De qué pueblo eres tú?”, le preguntó el cabrón bajito al gil… “Nacido en Madrid”, contestó el tonto como inflándose. El cabrón sonrió y se puso un cigarrillo entre los dientes [lo había cogido sin preguntar del paquete que el gil tenía sobre el mostrador]… y se fueron del café diciendo en alto: “Muchas gracias, muy amables, gracias, adiós” [estos tipos s

Palabras para C.

El día después es de limones amargos y de cristales no consumados que se quedaron en arena por falta de la presión vital que cristaliza… y también de llorar juntos, abrazados y en silencio… pero ha de nacer en ti un salvaje que se atreva a correr desnudo bajo la lluvia nueva y no sepa temblar pensando en las victorias; un hombre nuevo, herido de vida y sin modales, que tenga en su experiencia un resto de utopía… un ser que haga temblar el futuro y enternecerse a las piedras, que no tema a la ebriedad ni le asuste el absurdo. El día después es también de alamedas y noches, y habrá que hacer el rito de la nostalgia frente al fuego y dejar que las cenizas vuelen libres e intenten germinar un rododendro… pero habrá de nacer en ti un delirio infinito que nos lleve a la avena y al ciclo vertebral tan necesario… no desfallezcas entonces, pues en ti se contiene el rudimento que nos hará arquitrabe y horno otra vez, hombres en cada piedra colocada y en cada pan resuelto. El día después te sigue

Una pregunta de Antonio Grande.

Una de las personas más lúcidas que conozco [que está ideológicamente justo enfrente de mí, aunque eso no le resta nada al alto respeto y al aprecio que le guardo], Antonio Grande, me preguntó ayer en el tanatorio: “¿Felipe, cómo puede racionalizarse esto? Te lo pregunta a ti, a ver si desde otra sensibilidad hay respuestas que me sean útiles”. Y me dejó pensando toda la noche, enredando en su pregunta y en aquella otra que me espetó Cipriano a las siete de la tarde mientras nos abrazábamos: “Siempre he trabajado por los demás, Felipe… ¿por qué tiene que sucederme esto a mí?”. Y llego sin más a la conclusión neta de que todo es cuestión de perspectivas y de valientes tomas de decisiones ante los hechos consumados. Entiendo, amigo Antonio, que desde la mirada del creyente no amparado en esa fe de bueyes sin mirada lateral, estos sucesos trágicos, estos golpes durísimos aportan ‘dudas’, que conforman la mayor enfermedad de los creyentes. Una persona religiosa de medio tono que recibe un

Es la hostia...

Es la hostia. Otra tragedia cercana que me llena de tristeza. Esta vez ha caído sobre la familia de mi amigo Cipriano, un tipo por el que siento un afecto especial [además de esa afinidad política que siempre nos unió y los duros días que compartimos juntos trabajando para esta ciudad]. Su hijo Amable, recién casado con una niña encantadora [hace apenas quince días], se ha dejado la vida en la carretera y se me ha puesto un nudo en la garganta que no acierto a desatar. Y escribo desde la perplejidad de esos treinta años frustrados, desde la rabia que me produce la vorágine del tráfico [los hombres nos convertimos en otra cosa con un volante en nuestras manos], desde la perversidad que esconde la prisa cuando la vida pide lentitud y miradas. Y solo se me ocurre llorar y abrazar a mi amigo con la fuerza de un silencio capaz de decirlo todo, un silencio hecho de soledad ante lo inexorable y de dudas sobre todo lo que me rodea. Y me vuelve al justo centro el miedo, ese miedo que me trajero

Se me va la pelota.

Después de la mañana trabajando de un tirón en la revista de fiestas de Ledrada, llegué a casa y caí en picado… todo empezó a dar vueltas a mi alrededor y apenas podía sostenerme de pie… y siguieron vómitos y un agotamiento que me dejó tirado en el sofá hasta pasadas las siete de la tarde. Y todo debido a los pocos excesos que me permito: un sábado de boda y un domingo con comida y cena familiar. El cuerpo avisa. A eso de las nueve me vine arriba y, ayudado por un par de piezas de fruta fresquita, he podido medio arrastrarme hasta esta necesidad de contar mis días que me puede con una fuerza explosiva. Hoy solo diré que sentirme mal también consigue hacerme sentir bien, porque adoro el contraste y soy consciente de que solo en él puedo sentir el pulso de los días. Mañana quizás pueda extenderme algo más, que ahora se me va la pelota.

La bella Dámaris y el Epitalamio de Catulo.

Mi decisión de asistir a una boda, después del ni se sabe sin hacerlo, fue traída por la memoria del desaparecido tío Maxi [del que mantengo un recuerdo nítido y gozoso], por la hermosa presencia de la tía Dámaris [recuerdo ahora su animada presencia en la operación de mi padre, su hermano] y por ese cariño especial que le tengo a Marito, a Óscar y a la familia de Carmen y Alfonso. Sentí muy adentro que debía asistir al teatro nupcial, y lo hice sin plantearme ni una sola de las preguntas que siempre me planteo en estas situaciones [preguntas que me llevan a esconderme y desaparecer]. La verdad es que me sentí alejado del bullicio y la fiesta –no comparto desde hace demasiados años estos fastos de la desmesurada apariencia que se venden en un escaparate de tradición y extraña costumbre–, pero jugué a observar y terminé divirtiéndome en términos de experiencia casi poética. La novia estaba absolutamente bella, deliciosa, totalmente apetecible [Dámaris es un lujo total en la sonrisa y la