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Mostrando entradas de mayo 29, 2016

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NUBES BAJAS Entre estos escombros no se vive mal, pues las lilas toman el verdín en primavera y lo someten. Un día lo entendí de pronto, entendí que el suelo lo poblaban los cadáveres de todos los que habían hecho el tiempo, las casonas que ya se están cayendo; aquellos que plantaron los árboles que hoy son gigantes pequeños que cobijan bandadas de estorninos y proyectan su sombra en las cabezas mondas de los ancianos. Recordé a la abuela sin saber por qué, de negro inmaculado siempre y oliendo al alcohol con el que cada día se limpiaba los cabellos, doblando la ropa recién planchada y colocándola en el viejo aparador de la salita. Siempre hablaba a solas. ‘Antonia, qué mayor vas, se te olvidan las cosas más comunes y te da mucha rabia’. Se moría de tristeza sin morirse y era el párkinson. Empezaba a temblar su mano izquierda y me miraba como diciéndome ‘no mires’.  Se agarraba por la muñeca con la mano derecha y guardaba el silencio más expresivo que c

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NUBES BAJAS Los entierros siempre fueron espejo de lo falso, de cada falsedad individual y de cada falsedad colectiva. Acompañar a la familia del finado en su casa para velarlo, poner el rostro al tono del evento, echar alguna lágrima sin más (como echar un cuarto a espadas o una siesta), besar a la viuda o abrazar al viudo, el pasamanos jodidamente absurdo y doloroso en el que los hijos de puta se hacen ver o pasan lista. Ricardo Rodríguez Conde, el tito que me llevaba a pescar bogas o a merendar chocolate con churros, perdió de pronto la visión lateral y empezó a padecer grandes dolores de cabeza. Duró un par de semanas y fue duro observar cómo se iba. El tito era del Barça, jugaba la partida en el casino y era amigo carnal de un tal Gonzalo que manejaba un Seat 1500. Estuve con el tito diez minutos tumbado en una manta sobre el suelo de baldosas de rombos que bailaban. Vivía en El Paseo de los Mártires. Verle en paz fue un alivio inexpresable

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A LAS PUERTAS DEL CIELO Aún quedan las carcasas de las fábricas como memoria de aquel constante trasiego que procuraba poder a los fascistas y la escueta comida del día a los obreros. Están rojas de óxido en toda su ferralla y una vegetación devoradora hace justicia en cada hueco. Son los restos de lo que ha de venir y lo que fue. Mamá, el lotero me llama alemán. Porque eres rubio, hijo. Mamá, la abuela me dice que nunca hable con el lotero, pero es que siempre me da caramelos y me llama alemán. Que no me entere yo de que vuelves a coger un caramelo de ese hombre. Obedece a la abuela. Mamá, es que me dice que yo sería un buen torero, que si sigo jugando con el estoque, un día me llevará a un tentadero. Ese hijo de puta… fue uno de los que denunciaron a tu abuelo. ¿Qué hago entonces, mamá? Cuando le veas, sal corriendo. Aún quedan algunos tejados viejos en la calle Libertad, sus tejas rojas sostienen la vida de algún gato y mantienen el recuerdo vivo de los hombres

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A LAS PUERTAS DEL CIELO He llegado a los 58 porque soy cobarde y tan solo he matado algunas moscas mientras aguantaba a los vecinos de al lado jaleando cada gol del Madrid como si eso fuera el mundo. En esta selva se crece bien aunque la primavera llegue con retraso. Eh, tú -le dijeron-, te vamos a dar tu merecido, y le metieron en la caja del camión como si fuera un fardo. Ya llevaba una brecha en la cabeza y algunos rasguños en las manos (de los golpes sordos no sé, pues solo dejan señales cuando pasan los días). La sandía que acababa de comprar quedó en el suelo, destrozada, dejando su roja señal al aviso de todos. Y no supimos mucho más que no fuera su falta eterna, el vacío inabarcable que nos dejó. Uno de los tipos que se lo llevaron a veces se cruzaba conmigo por la calle antes de morir como un perro rabioso. No sabía que yo llevaba la sangre misma de su víctima y me sonreía como queriendo saludarme. Yo miraba para otro

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A LAS PUERTAS DEL CIELO Yo quería la carabina roja con cachas de madera que disparaba bolitas negras de goma y mi madre decía: “en esta casa no entran armas, ni de juguete, mi niño, pídeme otra cosa, lo que quieras”, pero yo quería aquella carabina roja que se veía radiante en el escaparate de la Ferretería Fraile. Ahora ya no la quiero. Ahora solo recuerdo que los escaparates de entonces (¿sería el año 1966?), los de las mejores tiendas, eran como tumbas de ricos, todos de mármol negro pulido y con letras de metal que hubieran hecho un perfecto ‘R.I.P.’ en estos días. Me pasaba las horas muertas con la cara pegada al escaparate de la Ferretería Fraile mirando aquella carabina roja mientras los norteamericanos hacían explotar los veinte kilotones de Maxwell en Nevada.