Ya vuelven los esclavos a sus tumbas y apenas han sacado provecho de su carne… pero no se sienten esclavos y en ese ‘no sentirse’ radica su pobreza. Vuelven al polvo viejo, a la tos, al diario dormir y despertar que les marca su tiempo de esclavísimos, a la sopa sin más y a ese pensar en que lo tienen todo de esa nada tangible de los afiches, los spots de la tele y los escaparates. Yo también soy uno más de ellos, un uno desdichado porque tuvo y no tiene, un uno despojado cada minuto de cada decimal intentado sumar con el curro diario, un uno que se sabe controlado, que se sabe con hilos que lo mueven, que se sabe capaz si tuviese un pequeño ápice de determinación, un uno como una bomba atómica a punto de estallarte en las narices, un uno singular al que no dejan ser, un uno absurdo desunido de cualquier otro uno que se acerque, un uno desquiciado con puños y potencia aún en los brazos, con ganas en el centro mismito de la entraña, con rabia y con ratitos de depresión profunda –solo ratitos–, un uno miserable capaz de alguna gloria pendiente o sin pender, un uno que se cansa y sale a gritar algo a la ventana, un uno con estética –aunque sea de la derrota–, un hermoso vencido que va entendiendo poco a poco que se llega sin nada y todo es comenzar, y volver a intentarlo si fracasas… un uno que no va a perder jamás la sonrisa, ni las ganas, ni el empuje, ni el afán de dar con determinación el paso siguiente… un uno peligrosísimo a ratitos, un uno cabreado como un mandril… un uno que te espera en las esquina –y te aviso– con la daga dispuesta para asestarte el golpe que te vienes buscando desde tu dineral.
Lo peor de un esclavo es su cabeza, que le dejen pensar… y yo ahora tengo tiempo… quizás para mi bien… quizás para tu mal.
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