Un rayo que no pesa zumbando en el mentón (¿o era un rayo que no cesa?). La Gradisca mirándome indecente desde los soportales. Un infinito extraño en las caderas y esta falta de ti –o de mí– en todo lo que tengo. La vida es un proyecto para nada, me digo, porque al fin y al cabo me puedo decir lo que me dé la gana. Me faltas, me digo, aunque no sé quién eres ni sé quién soy, me digo. Lombardas en el peso de la tienda de arriba –un toque de color siempre es prudente–. La cadera en su sitio y el hombro recordándome que es hombro. ¿Me hipnotizó Mandrake? No sé. Watanabe en la mesa y ese prohibido el paso color rojo en el rincón. La miseria con ojos, los parajes cercanos hechos de canas nuevas. Me engañan y lo sé, pero no importa. Soy un hombre tranquilo bastante Graham Green, pero no rezo. Me asusta no ser yo y tampoco importa. The Deleter es Dios en esta historia –y en todas las demás–. Gorgias con su epidíptica es absurdo. Todo muy bien, muy bien, muy bien. Todo mentira. Rúcula afrodisiaca con cerveza y verte de perfil. Sesenta ya y no escampa. Y no escampa. El suelo negro y sangre –todo es ácrata hoy en esta estancia–. Affiches chinos viejos en la pared de piedra. Verme caer. Verme caer. Verme caer y no poner las manos como defensa única. El suelo negro, sangre y una tarjeta blanca de Antigüedades Blázquez. ¿Por qué el tiempo es así? ¿Por qué tú eres así?, me digo.
Sentir con cierto orgullo que solo fue un directo de Jack Johnson y ser por un instante ese Arthur Cravan grogui que no quiere volver al puerto de partida.
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