Yo insistía en su oído: ‘Vámonos ya, que es tarde, que ya está todo hecho y te ha quedado bien, que te noto cansada y solo es un instante decir basta’, pero no me hizo caso. Seguía en su pum pum, pum pum, pum pum, como esa cabezota que fue siempre y me ha dejado como estigma o herencia, que aún no lo tengo claro. La besé en lo que alguna vez fueron mofletes y decidí cortar el oxígeno de esa máquina absurda y ruidosísima experta en aplazar lo inaplazable (confieso que temblé por un instante al hacerlo, que me sentí culpable de decidir por ella). Fue algo menos de una hora. Ella y yo solos, sin nadie con capacidad de testificar, pero siguió con más fuerza que antes, con mejor ritmo. Y volví a conectarla a ese pulmón de náufrago. ‘Ya veo que no estás por la labor, mi rebonita’. Y no hizo gesto alguno y siguió en el pum pum de ese “todo corazón” que fue siempre. En el tramo brutal del abandono (que han sido siete días de toma pan y moja) pasaron por su cama caricias y sonrisas, apretones de manos –muy leves, porque parecían de cristal–, recuerdos compartidos… Mi hermana fue intensamente hija, mis hijos fueron rabiosamente nietos y mi padre deambulaba perdido desde los pies de la cama hasta la almohada y desde la almohada hasta los pies de la cama como un perrillo encerrado… También pasaron enfermeras dilectas y profundamente humanas, médicos comprensivos y otros esclavos de un protocolo absurdo o de alguna peregrina idea religiosa, pasaron amigas indestructibles que la miraban con ese ardor intenso de poner vivacidad donde alumbra un final, un trabajador social con un retraso tragicómico de ocho meses (avergonzado, el pobre, por la cruel demora administrativa) y la mano dilecta y amorosa de quien vino a trabajar con mi madre y convirtió el trabajo en puro y delicadísimo afecto. Pasaron por allí facturas increíbles de energía eléctrica, ingentes tickets de compra de accesorios de aseo y cuidado… Y yo abría las ventanas de par en par (que eso le encantó hacerlo siempre a ella) mientras mi padre entraba en un mantra repetidísimo que se resumía en ‘cuidado con la corriente’ susurrado para no molestar más de lo necesario.
Ante su encono de supervivencia, decidí claudicar y hacerme espera. Rearmé mis horarios para conciliar todo mi trasunto y poderla atender con más frecuencia –ya había muchas manos ayudando y mi espera podía ser más cómoda–, así que me marché a hacer unas cosas que tenía pendientes y a los pocos minutos me llamó mi hermana. Lo había decidido de pronto, justo cuando yo estaba en otras cosas, y sentí, como antes muchas veces, que ella tenía el mando y doblaba las horas a su antojo. Llegué agitado, pero al ver la paz de su carita, estallé de una alegría extraña que aún me dura.
Se fue, pero no cuando yo se lo propuse.
Mi cabezota preciosa.
Qué bonita historia... Hasta en la muerte puede haber belleza!
ResponderEliminarLleva toda la razón Adu, cuentas hasta lo más espeluznante vivido con belleza, es una habilidad que tienes y cada vez utilizas menos, habla de ello cuanto quieras porque dignifica la muerte de un ser querido, y te ayuda a sanar..
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