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Etsujin


El que todo termine repitiéndose en la vida me resulta bastante inquietante, entre otras cosas, porque el pasado contiene una dimensión terrible y porque los medios humanos hacen que cualquier repetición sea mucho más perniciosa por la enorme capacidad de mal que maneja el hombre. Sí, también se repiten las cosas buenas y agardables, pero lo catastrófico anula cualquier sonrisa por amplia que sea. En este asunto resulta sorprendente el desarrollo tecnológico y de conocimientos que ha hecho la humanidad en los últimos ciento cincuenta años: hace poco menos de un siglo apenas se conocía la naturaleza de montones de animales superiores, se creía desde la ciencia en seres míticos como el unicornio, no se había explorado el 80% del continente africano, se conocía algo de la costa de Oceanía y los polos eran asunto de un par de pirados. Si hablamos de armas, las blancas y las de fuego más simples eran el no va más. Sólo la filosofía, el arte y la literatura daban tipos importantes para el desarrollo reflexivo del ser humano, siendo mucho más destacadas estas atenciones que las científicas. Ahora, sin embargo, la ciencia ha tomado el cuchillo por el mango, sobre todo después del descubrimiento asombroso de las ciencias aplicadas. Cualquier artista, escritor o filósofo se queda en nada ante la progresión geométrica de científicos inteligentes asociados a la industria y al consumismo feroz.
Aquel «Shock del futuro» que pregonó Alvin Toffler hace unos 25 años es ya una realidad tangible que me llena de temor. Industriales poderosísimos controlan y frenan los avances científicos en aras de su enriquecimiento infinito, privan a sectores del tercer mundo de bienes que debieran ser de la humanidad –cualquier avance del tipo que sea pertenece a la humanidad– para sacar tajada de todo el proceso, de cada paso del proceso. No se elaboran productos definitivos con las más avanzadas tecnologías, sino que se van sumando pequeños avances a los resultados primarios para que sean objeto del consumo feroz y repetido que ellos han diseñado.
Este maridaje entre ciencia e industria a veces resulta de lesa humanidad, muchas veces, y quizás habría que trabajar en una revolución que destruyese sus armas de capital y propiciase el acceso normal de todo ser humano a esas tecnologías que nos niegan por pura usura.
Esto acabará mal cualquier día. O peor.

(17:59 horas) Tenía una carta en el coche que no había abierto por despiste. Era de Manuel Moya y contenía una carta entrañable –me alegra saber del colega– y una de sus ediciones Tabula Rosa/Rasa divertidísma, una selección de poemas al mejor estilo Catulo firmados por Ásdrulo de Ferdus al cuidado de Buenaventura Fernández. «de Libro Tercero (llamado de los pijos)» se titula esta breve y verde delicia. Lo he pasado de puta madre leyéndolo. Gracias, Manolillo.

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