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Okanishi Ichuu


El precio que se paga siempre por separarse de la norma es el aislamiento y la soledad, y esto sucede en cualquier estadio vital en el que nos centremos. En el mundo de la poesía también sucede, por supuesto. Son aceptados los poetas de la remembraza –porque juegan con el elogio–, los que con más o menos conocimiento hacen una poesía recurrente adornándola con algunas flores de modernidad, los que trabajan al dictado de los críticos poderosos y los que cultivan la amistad de los «capaces» –entiéndase en este término a los grandes editores–. Quien estudia, trabaja y experimenta sin pararse en un prediseño de consumo en su poesía, apenas tiene una tronera por la que asomar su nariz al mundo.
Ahora habría que analizar si el aislamiento y la soledad actúan como castigo o son, paradójicamente, un regalo del cielo para los que no quieren pasar por los jodidos aros sociales. Yo estoy convencido de que son un regalo, pero son un regalo cuando caen sobre un espíritu fuerte que es capaz de soportar el silencio y la sensación de inexistencia literaria.

Decir lo que quieres decir y hacerlo como te apetece, como te lo pide el cuerpo, sin tener que someterte a influencias o encajes sociales, sin tener que ser testado por esa censura soterrada y devoradora que encierra el consumismo... El problema surge cuando este tipo de escritor, de poeta, pertenece al gran grupo de los mediocres y se hace un mundo y una soledad para nada, o mejor/peor, un mundo y una soledad para el engreimiento vacuo.
No hace mucho me contaba mi amigo Sergio cómo era la estrategia de agencias literarias como la de Carmen Balcells, e incidía en que muchas obras, con una alta calificación de los lectores profesionales de la agencia, no tenían salida porque no pasaban el tamiz de poder ser colocadas con éxito en grandes centros comerciales.
La calidad, a lo que se ve, sólo interesa si va unida a las posibilidades comerciales y a las estrategias de mercado.

Y ya no quedan Arguedas para darse fin un viernes cualquiera dejando las cosas hechas y un orden escrito para los días postreros; no quedan, porque no es tiempo de revoluciones ni de carencias ciertas –ya se encarga el sistema de armarnos espejismos para no verlas– con las que vivir de verdad y morir de convicción. Ser es una posibilidad inexistente o virtual para los hombres sedados en que nos han convertido.
Antes se sufría y se escribía, y la escritura era látigo, detonante del estar. Ahora sólo se escribe por vanidad o por euros, por ocio o por snobismo... casi nunca por rabia o por necesidad. Y el escritor es un funcionario editorial con horas de entrada y salida, con fechas de cierre y galeradas, con número de páginas y cuerpos de letra cerrados, con temas recurrentes marcados por su jefe, con estilo de «libro de estilo» y con pagarés firmados a 23 plazos. Comenzar a escribir sólo lo propicia una firma contractual y unos tiempos de entrega –como las fases de las obras administrativas–... Ya no existen el desencanto, la desesperación, el desamor, la miseria del escritor... se ha sustituido todo por los estudios de mercado, el marqueting, la programación, los plazos... una pena, ¿no?

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