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Monique Ilboudo


Me gusta que las musas sean dispersas y tengan vida propia, que sufran y que gocen, que adopten sin quererlo una pose entre humana y vegetal –pues disfruto al regarlas con frecuencia o sacarlas al oreo de la madrugada–. No han de haber hecho nada especial para ser musas, pero deben sentirse como tales cuando lanzo mis dardos, es decir, conocer su hermosa calidad de musas y saber con certeza que son objeto poetizable y creativo.
Para ellas guardo mis mejores metáforas, los arrebatos líricos, los deseos más últimos y un claro sentimiento de que sean felices. Si en mi mano hay materia con la que construirles una casa en la playa o un castillo de arena, pueden estar seguras de parcela y entorno... sus problemas son míos, su tristeza me amarga, su dolor causa heridas profundas en mi cuerpo y su risa contagia una risa extranjera en mi boca de plástico.
Las quiero como son, nunca como quisieran ser, y voy creando un mundo donde vivir con ellas.
Aunque soy polígamo de soledad, en mi serrallo paralelo canta la favorita cada día un canto de sirena que me atrae como a un náufrago.
Sin mis musas soy nada... con ellas soy la nada... y hurgo en la diferencia.

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