Esta mañana he vuelto a la obra de Alberto Hernández como intentando buscar reposo. Me he parado en sus cuadros [los que yo ‘poseo’ de prestado en mi casa] para intentar bañarme en la luz que irradian desde ese inmenso vacío [algunos filósofos lo denominan ‘vacío cuántico’] que los hizo posibles: la mente de Alberto sumada a las manos [por cierto, que recuerdo ahora que, durante el festival de blues de Béjar, Alberto tuvo un flash magnífico y lleno de ironía… puso el muñón de su dedo en la nariz y me miró sonriendo… parecía que ese dedo fantasma llegaba al infinito de su cerebro… lástima que no se me ocurriera hacerle una foto en tal postura, porque sería estupenda… lo intentaré]. Bien… estaba en que me quedé casi media hora mirando los cuadros de Alberto para saborear su valor en mí, para degustar lo que me hacen y para abrir mi cabeza en canal y sacar de allí el mal rollo de todos estos días.
La obra de Alberto me produce siempre una sensación contradictoria, pues me pone en una delgada línea roja entre lo mensurable, y por tanto fragmentario, y el inmenso infinito de lo potencial… asisto a la percepción de sus cuadros desde los dos puntos de vista y siempre consigo encontrar una convergencia de fuga que parte del objeto y me lleva inexorablemente a un extraño paraíso de inexistencia. Cuando alcanzo ese estado de ‘compartidos imposibles’ es cuando empiezo a notar la fuerza que irradia la obra de mi amigo, ese constante creativo que a veces me falta y que la propuesta plástica de Alberto me propicia.
De LECTORAS |
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