Sentarme a leer en mi silla Wassily es volar en su estética con los cuerpos tangibles que la hicieron certeza alguna vez... y en ese extrañamiento delicioso soy consciente de que ocupo un espacio que antes supo sereno de otros cuerpos que ahora son ilegibles... al cabo de un ratito de lectura me presiento incapaz y me domina un delicado ahogo de viaje a algunos de esos cuerpos que ocuparon su hueco con voluntad de nada... entonces me adormezco levemente y descalculo el tiempo como un H. G. Wells venido a menos que sabe que el viaje es el destino (Kavafis lo alumbró y yo lo someto)... los viejos habitantes de mi silla aparecen sin más, cansados, buscando algún reposo descendido... voluntades con hambre de saber que miran fijamente a algún ponente, desnudos imposibles intentando soñarse atardeciendo, algún fragor clorhídrico o una pasión frugal resumida en un dedo acompasado... todos los habitantes de mi silla van tomando postura acomodada frente a mí, me miran sin saber que aquellos gestos que hicieron en mi silla son ya míos, hasta que mi Wassily sea de otro (como antes no fue mía) y pase yo a engrosar su propiedad de gestos.
Tenerla me arma de posesión (algo que a veces consigue que me odie como hombre), una posesión rara del objeto y una posesión mágica de algunos de los cuerpos que en ella se encendieron alguna amanecida o se apagaron lentos recibiendo la noche.
Ayer, como hago siempre desde que la poseo, me la saqué a mercar y la puse en la plaza como centro de todo (ella es especialista en marcar mi terreno con una fidelidad casi sicaria)... y la miré de lejos. Mientras lo hacía (mirarla de lejos), se me acercó un hombre con el pelo cuidado y unos ojos azules como flechas lanzadas, me miró fijamente y me dijo con una voz templada que si podía dedicarle unos minutos... yo le dije que sí inmediatamente... “Mira, no te conozco de nada, es la primera vez que te veo, pero al mirarte he sentido una cosa especial que debo compartir contigo... me da algo de pudor decírtelo, pero debo hacerlo... antes te contaré que a los trece años tuve un accidente de bicicleta que estuvo a punto de sacarme del mundo, de lo cual me hubiera alegrado, porque se estaba bien en aquel sitio al que llegué de pronto... después del accidente, como algo natural, comencé a percibir una luz especial en algunas personas, solo en algunas... y ahora acabo de verla rodeándote con mucha intensidad... no hay nadie más en esta plaza ahora que tenga esa luz que tú llevas... pues eso es lo que te quería decir, solo eso y pedirte un favor...”... yo estaba alucinando en colorines, pues el tipo parecía normal y era muy educado... “¿me dejas tocar tu hombro?”... yo asentí con la cabeza y le ofrecí mi hombro con un gesto... lo tocó con su mano izquierda, sin apretar... solo apoyó su mano un instante mientras me miraba a los ojos... comenzó a sonreír y siguió haciéndolo mientras me apretaba la mano para despedirse... “me has arreglado el día... no te diré mi nombre ni quiero saber el tuyo... ya te conozco bien”... me dio la espalda, cogió una biografía de Gandi que reposaba a sus pies entre el montón de libros con los que yo mercadilleaba, echó algunas monedas en la hucha SBQ y desapareció de la plaza... nunca le había visto por Béjar.
Me senté en mi silla Wassily mientras mi puestito se llenaba de gente para comprar libros como hacía meses que no los compraban y me pasé un buen rato entre turulato y mojicón, hasta que llegó el amigo Ramón y le conté lo sucedido... es la hostia, ¿no?
Cuando acabó el mercadillo, bien sudadito del acarreo de libros, subí rápido y algo agobiado hasta BizArte para presentar al poeta ecuatoriano Aníbal Fernando Bonilla (en su tarjeta rezaba un cargo político... Vicealcalde del Cantón Otavalo) y al magnífico escritor brasileño Cláudio Aguiar, con los que un grupo de personas departimos sobre la situación de la cultura en sus países de origen, una conversación que para mí suscito un alto interés. Recibí de Cláudio un ejemplar dedicado de su libro “El rey de los bandido” que aún no he tenido la oportunidad de leer... cuando lo haga, ya os cuento.
Cuando pillé camita aún estaba absorto. Dormí mal.
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