Hoy me percaté de pronto de que no hay nada vulgar en ese agujero presuntamente vacío que es ‘el cero’. Escribí un cero enorme en la pantalla de mi ordenador y me puse a pensar en él, frente a él, sobre él, dentro de él… y al rato concreté que, sin el cero, el hombre no habría llegado jamás a su estado evolutivo actual y que su mente apenas hubiera podido apuntar ideas complejas fuera del mundo tangible.
El cero es la representación matemática de una nada ‘capaz’ [no en vano, colocado a la derecha de cualquier cifra la magnifica] y el concepto del ‘no es/no hay’ que dio pie a la posibilidad del ‘menos’ [una posibilidad absolutamente mental que, con el tiempo, ha traído simples y complicados resultados físicos]. El cero es también la representación más aproximada al vacío que el hombre pueda imaginar, y a la vez contiene el potencial de ser colmado mientras conforma la mente abstracta en quien lo usa y lo trabaja desde que los babilonios lo pusieron en el mercado de la mente dos mil años antes del zorolete Jesucristo para representar lo ambiguo o desde que Ptolomeo lo adoptó como signo de puntuación en sus escritos para indicar una respiración de lectura [un espacio de vacío y silencio].
El cero matemático puede funcionar como un número neutro [lo hace en la suma], como un elemento absorbente [lo hace en la multiplicación] o como un parámetro de pensamiento complejo si lo aplicamos en la división, siendo el único número real que no tiene inverso multiplicativo… también es curioso [y anonadante si se piensa bien] que desde el punto de vista de muchos matemáticos egregios el cero no exista… y en este punto es donde pasamos al cero en el plano lingüístico y su trámite intelectual y filosófico como indeterminación o vacío, como comienzo o final, como estabilidad o inestabilidad, como frontera de lo real a lo imaginario que se ha reproducido en conceptos parejos como nada, nunca, jamás, tampoco, sin, no, vacío, ninguno… y configurándose como uno de los sujetos de abstracción más importantes en el desarrollo de la mente humana, irrenunciable en la mayoría de los razonamientos que llevan a los más diversos conocimientos.
Y luego el cero lúbrico, el artístico, el literario… el cero que es sexo abierto o superficie vacia o vaciada [mi amigo Alberto Hernández tramita con harta frecuencia la excelencia de su arte a partir de los conceptos de nada e infinito, y en eso triunfa siempre], la nada hecha palabras que tantos escritores sobresalientes han llevado a esa otra nada del papel, el vacío que hace la forma, el vacío que contrasta la tipografía, el vacío de lo que solo existe en la mente como creación.
El cero es la hostia, colegas.
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VIDRIETURAS
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Me quedé con mi vida aquí, entre los castaños y los robles y los álamos, justo hasta esta hora con sus minutos descolgándose como la nieve vieja, porque hasta dónde puede ir un tipo como yo, tan solo un hombre más entre los hombres [y a veces un hombre menos]. Y aquí aprendí a respirar el aire recién movido por los negros vencejos que tienen en el suelo su muerte más cruel o el que cortan las cimas escarpadas de la sierra cuando las sopla el viento del Atlántico. Nadie me trajo hasta aquí, pero me presentí puesto por una mano hermosa como un premio grandísimo por no sé qué. Y un día se me hicieron los dedos, a la par que crecían las candelas, para herirme yo solo mientras las lluvias de abril mojaban las plumas mullidas de las cigüeñas blancas en las torres. Aquí me reproduje y me desgané tanto que pensé incluso ser tierra en la tierra un día de todos los demonios… pero todo pasa y dejarse llevar es muy sencillo si hay euforbias en los caminos y la achicoria clama miradas como buscando helechos. También aquí me pinté un día unas alas rojas justo bajo las axilas y pretendí volar, pero la mano aquella me había echado el ancla y tuve que entender que el viaje requiere estremecerse y estar quieto, parado en el justo lugar donde se escribe el destino. Y entendí pronto. Entendí que el viaje es lo que te pasa y no por donde tú pasas, que si logras detenerte verás noches y días, tempestades y calmas, rocíos y calores durísimos de soportar sin agua. Entendí que el sonido viaja hasta mis oídos si yo no voy a él, que hay palabras que solo pueden pronunciarse aquí [sentado y quieto], que hay manos que vienen a posarse en la mía y brazos dispuestos a abrazar sin que arme despacio el gesto del amor o la melancolía.
Me quedé aquí con mi vida justo cuando nací, y habré de ser un día la tierra que renueve los ciclos de los tréboles y los dientes de león amarillos como el justo destino que arrastro serenamente. Aquí con mi vida, en lo amargo y lo alegre, invisible casi en el cuadro imperfecto de mi estudio sin ventanas, acodado en las blandas imágenes de la gente que amo intensamente, cerca y lejos del mundo a la vez.
Me quedé aquí, y esa es mi dicha más íntima [no irme jamás], y no me haré fragmentos hasta el instante exacto en que me desnude de la vida y dé un salto final a la hojarasca que amontona el otoño bajo los plátanos del parque. Y ni entonces me habré ido.
Las muchachas hacen sombra en las calles y el olor a laurel embriaga desde las ollas puestas en el fuego. Hoy presagio otro viaje en círculo a través de mis párpados, y la emoción me embarga.
Ya no hago maletas casi nunca, pues el sol persevera en ser mi techo cada mañana y la noche cae siempre, despacito, en silencio, sobre mí, como una amante mojada y tierna…
Me quedé con mi vida aquí, entre los castaños y los robles y los álamos…
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