Hay una carne trémula que despierta todos los principios de verano, una carne que alumbra sinsentidos y riza disparates, que se lanza a los ojos como una flecha hacia la nada, infligiendo una herida turbadora en quien la recibe.
Esa carne bien hecha resultaría sabrosa si el comensal no fuera ya por los postres o por el exacto café de sobremesa.
En fin… que los abrigos ya cuelgan de las perchas, ahorcados [que diría la más poética Rosa Chacel], junto a las prendas de lana de cuello alto y los pantalones cheviot… y vuelven los vaporosos blancos para mostrar esos cuellos que tienen las corzas y los pechos urgentes [turgentes] que dan nota de la temperatura igual que los frailones de calendario. Ya reposan tranquilas las bragorrias orejeras, porque es tiempo de tangas, y las camisetinas interiores son bien sustituidas por esos top’s de lycra que enseñan más que esconden y hasta quizás por nada… Tiempo para sufrir como varones el mal de la mirada que busca raudo el centro, la lentitud golosa de esas curvas que rematan los muslos, el movimiento lúbrico de esos senos hermosos que pasan al galope camino de otro sitio, ese juego centrípeto al que juegan las cinturas [paréntesis opuestos –“) (“–], el proyectil atento dispuesto a las dianas que enmarcan las caderas [paréntesis vacíos –“( )”–], y el descenso melífero de las espaldas [“T”] suaves nombrado un alfabeto estival y fantástico.
Hay una carne trémula que vibra a contraluz en las ventanas de las cafeterías, que se mueve y lo mueve todo, que tiene su distancia y su punto focal, su dimensión concreta y un aroma que expele y es imposible asirlo.
Hay una arquitectura para esa carne que nombra su aparejo, el cimiento preciso, la fatiga posible y hasta la resistencia… una arquitectura que no puede estudiarse ni habitar los talleres de escuetos tiralíneas… se aprende con miradas y proyecta su sombra en superficies húmedas.
Llega el verano para poner sudor y subir el porcentaje paracohital de los muchachos, para meterse en morbos y en extraños picores, para dejar la triste sensación de vejez en los que ya no pueden más que mirar y verse.
Llega el verano, azul, como una coctelera de feromonas ávidas… y la mujer que lee el último periódico en la cafetería se echa el pelo hacia atrás, cruza las piernas, hace un mohín discreto y mira sin querer al corralón de hombres que sorben su café mientras la diseccionan.
¿Quién necesita más, el que mira o el que recibe la mirada?
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Quien recibe la mirada no la necesita porque no la espera; a menudo, ni la nota...
ResponderEliminar¿Cuesta creer que la provocación suele ser inconsciente? Lo que, seguramente, la hace aún más intensa...