Agua a mares durante toda la noche y yo metidito bajo mi edredón disfrutando del golpear del agua en el tejado y en las ventanas, resistiéndome a dormir para extender el gozo que siento siempre en estas circunstancias.
¿Por qué esa pasión por el agua, esa necesidad de nublados, de viento y de chubascos?
Mi primer recuerdo con los aguaceros son los recreos salesianos, refugiado bajo los enormes arcos del patio porticado, mirando anonadado cómo caía el agua junto a los goterones y los chorros que escupía el tejado de la iglesia… y aquel volver a casa sin paraguas pisando todos los charcos con mis botas Katiuskas verdes y duchándome bajo los balcones, sobre la acera, o golpeando las acacias de la calle Colón para que soltasen de golpe el agua que retenían…
Luego me llegan los días de chicas y lluvia [tenía entonces una gabardina marrón y un Piuma d’Oro de cuadritos azul marino]. Los grupos de muchachos y muchachas nos refugiábamos en el recién estrenado templete del parque y nos apretábamos para quitarnos los golpes de viento entre risas y voces. El agua trajo muchas veces a mi lado a la chica que me gustaba y propició conversaciones que no habrían llegado nunca en otras circunstancias. A la lluvia, en otoño, se sumaban la alfombra de hojas amarillas de xantofila de los castaños indios, las castañas indias silbando como balas y golpeando en el suelo como un granizo vegetal [hacíamos guerras con ellas y más de uno recordará preciosos chichones de aquellas refriegas].
Después llegaron los días helmánticos de lluvia, con la catedral chorreando entre gris y siena, refugiado con mi chica entre los columnarios de Anaya, queriéndonos con pasión… o las noches de vietnamita y panfletos mojados, huyendo de una policía nacional que los días de aguacero no existía más que en nuestra imaginación y en nuestro miedo… o las excursiones para recoger plantas que llenasen nuestro herbario, con sus noches mojadas de tienda de campaña y risas… o las tardes en el puente romano, viendo a la lluvia regando el Tormes… o los cafés en Las Torres poniendo en orden los apuntes de Citología o de Botánica… o las noches de El Judío, calado hasta los huesos y buscando el calor en la ‘manchada’ mientras me metía para el cuerpo un par de bartolillos, que siempre pillaba en la panadería de La Casa de las Conchas.
Y aquella lluvia del Felipe tendero, la que hacía pensar a los clientes que acababa un ciclo y había que reponer vestuario… llenaban mi tienda y la caja se tornaba pletórica junto a mi estado de ánimo.
Luego conocí una lluvia distinta en Karatu y Mangola Chini, en Arusha, mientras cruzaba la falla del Riff, en Kambi a Simba… la vi venir desde el horizonte que marcaba el Ngoro-ngoro precedida por un viento tórrido y oloroso que se llevó de golpe todos los mosquitos… una lluvia salvífica, creadora, capaz de convertir en un paisaje verde lo que el día anterior era tierra roja y polvo, una lluvia maná… y la noche refugiados en el Club Inglés de Arusha, jugando al billar entre birras y cortes constantes de luz, entre los truenos más impresionantes que se puedan imaginar y el aguacero más copioso que he visto en mi vida… y luego la alfombra de pétalos de flores de jacarandás y bugambilleas cubriendo las calles… y el monte Meru al fondo, con sus gorilas encamados entre la hojarasca de sus dos bocas volcánicas aguantando esa humedad que propiciaría frutos deliciosos en unos días… o el anciano masaai desnudo con el que me tomé un te caliente en un hoteli perdido mientras todo nuestro alrededor era una interminable laguna de barro rojo [la lluvia africana con Juanito].
Y la lluvia en Madrid después de un inolvidable acto literario, y la lluvia paseando por Zamora con Claudio, y la lluvia en Fuenteheridos charlando con Manolo Moya, y la lluvia en Barcelona charlando sobre José Agustín Goytisolo en un bar del Raval, y la lluvia abulense con Pepe Hierro, y la lluvia moguereña con Antonio Gómez y Antonio Orihuela, y la lluvia bejarana con Morante, y la lluvia pucelana con Belén o con Diego, y la lluvia de Punta con Uberto o con Juanjo Barral y Braulio, o la lluvia de Lisboa, o la lluvia leyendo a Ángel González, o la lluvia en El Escorial con Ada, o la lluvia en Chueca con Esther y con Jesús Márquez, o la lluvia en El Castañar con Urceloy y Marisol, y la lluvia en Leganés con Paco Ortega y Santi, y la lluvia en Morille con Abraham Gragera, y la lluvia con Fabio y Fernando, y la lluvia con Joan Margarit, Y la lluvia con Luis Alberto y Alicia, y la lluvia en Cambrils con Ramón, Angel García López y Gamoneda; y la lluvia con David González, y la lluvia pensada con Karmelo Iribarren o con Roger Wolf, y la lluvia corita con Herme, y la lluvia con Alberto Hernández, y la lluvia con Jaime Siles y con Jesús Hilario, y la lluvia con David Torres.
Y siempre los días de lluvia con Mª Ángeles, mirándonos.
(16:44 horas) Todo está absolutamente sujeto al mercado, incluso los sentimientos. Doy para recibir y al recibir proceso la obligación de volver a dar. Establecida esta base como certeza, solo queda hablar de la disposición con la que habremos de entrar en el mercado… sonriendo o con cara de pesar, intentando engañar al otro o echándonoslo a la cara con franqueza, con intención simbiótica o con cierto regusto saprofítico… Y todo está, también, sujeto al milagro de la transformación, incluidos los sentimientos [otra vez].
Siempre es un buen punto de partida el contar con este conocimiento, que implica, fundamentalmente, que la caridad es una mentira tramada por el propio egoísmo y que la bondad flota en el juego de dar y darse el primero… quizás para recibir más y antes.
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No se como lo haces pero cada dia me gusta mas entrar por aquí. Eres único.
ResponderEliminarBesitos.
Otra vez camino hacia el sur, ultimamente estoy poco en Bejar y realmente echo de menos esta ciudad entre montañas y sus nubes bajas cargadas de agua en dias como hoy,cruzar miradas con gente que ya siento cercana, y pasear solitaria con mi perro por esas calles silenciosas y vacias, realmente la echo de menos.
ResponderEliminarLLego al lunes y entro en tu blog. Recorro cada lluvia que evocas y añado una: cayendo fina y sin tregua, un día de junio como el de ayer, cerca de la Garganta del Oso -en un lugar en el que me gustaría permanecer cuando me muera- con el sol filtrándose entre la lluvia..un momento único y mágico que me acompañará mientras viva.
ResponderEliminarGracias por tu lluvia y saludos para todos los que te leemos y te gozamos.
Hoy no llueve pero me levanté con la tierra mojada metida dentro.
ResponderEliminarLeo tu mediodiario y de repente estoy dentro de un torbellino de pensamientos que van como un virus joputa, primero en sentido lineal, luego retrocediendo, saltando por imágenes y sentimientos, mutando, devorando, expandiendose.
No viene a cuento ver lo que cuentas, como tantas veces caigo en los falsos recuerdos...soy como los norteamericanos ávidos de iglesias góticas,de castros prerromanos, de raices.
Me tuve que subir a tu generación cuando estaba en marcha y renegué de la mia...y solo porque pensé que allí estaba la belleza absoluta,¡que torpe soy!
He pasado la mayor parte de la vida empapándome, aprendiendo,oyendo, consintiendo, justificando y limando cualquier resto de rebeldía solo para complacer un amor condicional.
Maldita sea mi suerte, ahora y no antes me doy cuenta de que la belleza absoluta no se detiene, solo está en un instante.
Para expiar lo que has provocado te toca leer esto, que si no reviento como el gordo de "El sentido de la vida" y, por favor, majo...no lo publiques.
Un abrazo, compañero.
Me gusta tu lluvia, porque también es la mía, y echo de menos, entre tantos que citas, no haber compartido contigo algún momento de nuestra lluvia o, si lo hemos hecho, mal día sería ése para que no lo recuerdes :-)
ResponderEliminarLa próxima vez que vengas a Madrid rezaré para que llueva y llames.
Eres un portento, Savonarola.
Y te quiero.