Ir al contenido principal

Máximo Hernández Fernández


Envejecer es un proceso inexorable de humillación: humillación de lo potencial, humillación del pensamiento, humillación de la idea de libertad, humillación del cuerpo, humillación de la especie... La naturaleza también nos humilla cuando nos oxida, y lo hace, rebajando la atención y la tensión de cada uno de nuestros órganos, tanto de los receptores como de los fenectores.
Un anciano, por tanto, es un tipo que ha sobrepasado los percentiles de vida, por lo que se ve castigado en un humillante y lento proceso de apagamiento que agota e invalida.
El hombre, con sus afanes científicos, no es capaz de arbitrar medidas asociadas contra el envejecimiento que lo dignifiquen, de tal forma que mientras se avanza en el retraso de la muerte, no se producen apenas avances en el humillante proceso de degradación, lo que conforma sociedades con un índice cada vez mayor de personas no válidas para el disfrute de la vida ni para el progreso en un espacio natural. El fracaso se patentiza en la gran legión de enfermos de tiempo y desgaste, personas que no son capaces de mantenerse si no es con la ayuda social o familiar, personas que ya no habitan su cuerpo –puros vegetales– o cuerpos que no son capaces de mantener la lucidez de sus mentes.
Alguien está cometiendo un grave error no dejando que la naturaleza actúe con sus leyes, un error que se ha de pagar cuando alguien decida acercar la ley natural a la norma moral... Y, mientras, continúa la humillación desolando a millones de individuos y sojuzgando a millones de familias en la obligación de cuidar a sus ancianos a cambio de vida.
Yo no quiero llegar a esos extremos jamás. Prefiero morir de lo que venga o de lo que yo decida, no quiero sentir la humillación de que mis hijos me limpien las heces, de sentirlos hundidos y fracasados por mi culpa... No quiero vivir si no puedo hacerlo por mi cuenta, no quiero.

(22:06 horas) Caigo de pronto en la cuenta de que el icono más repetido en la obra de Alberto Hernández son las cruces –ni las espirales, que son muchas, ni los peces, ni los últimos árboles secos (¿viñedos... plátanos podados... acacias torturadas?) aparecen en sus cuadros tantas veces como las cruces–. Cruces como sombras, cruces como grafías, cruces conformándose en sus eternas presentaciones adameradas, cruces clavadas en la sombra, echando raíces, cruces de luz, cruces de humo, cruces en aspa, cruces invertidas... ¿Por qué estas cruces?... ¿Por qué no había yo dado con este icono en las constantes visitas que hago a la obra del amigo? Por curiosidad he pillado algunos de los catálogos de Alberto que tengo a mano y me encuentro en el titulado «Secando la luz», editado por la Diputación de Lugo, una obra de 2002 de 85x80 cm. –que también aparece en «Pintando con fuego»– realizada sobre el atercipelado tono naranja clásico de Alberto y conteniendo una cruz amarilla en la parte superior izquierda y una suma de tres cruuces blancas horizontales jugando a deshacerse. En el mismo catálogo aparecen otras 5 cruces adameradas de gran formato. En el catálogo «Polípticos» aparecen tres grandes cruces adameradas y en el catálogo «Cercos 05» aparecen también las presentaciones adameradas con cruces, en siete obras exactamente.
En el caso de los cuadros adamerados podría entenderse que las cruces vienen marcadas por la simetrías de las teselas... pero en los dípticos o en los cuadros de una sola pieza, ¿por qué aparecen con tanta frecuencia?. Y lo mejor, ¿por qué me hago yo estas preguntas?... Más cuando sé que Alberto es un heterodoxo y que su juego plástico bulle en terrenos que están más cercanos a lo instintivo que a lo racional. ¿Por qué tengo la necesidad de interpretación de una obra que ya acepto como monumental y, cómo no, indescriptible?

Lo cierto es que me he empeñado en ir dejando la huella del artista Alberto Hernández porque siento como una suerte única poder compartir con frecuencia su mundo sensible, poder disfrutar de su obra en mi trabajo y en mi casa, poder horadar en alguno de los resquicios de su mundo cuando tomamos café. Sí, yo sé que es grande porque trabaja para esa nada que es la eternidad, porque lucha en una vibración del arte que tiene mucho nuevo que decir y muchas bases que sentar y asentar, porque es un autentico pionero y sabe arriesgar en la realidad experimental dando pasos de gigante en cada una de sus nuevas propuestas. Sé que Alberto será hito, referencia y referente –ya lo es–, y sé también que el tiempo habrá de escogerle entre los hombres buenos y valiosos.
Yo sigo mirando su obra cada día con estupor y verdadera admiración, sin poder creerme que voy siendo un pequeño testigo de su suceso vital y artístico, y ello me hace feliz y me llena de orgullo.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Al Canfrán a varear fideos...

Debe ser de cuando te mandaban “al Canfrán a varear fideos” o incluso de aquella mar salada de los ‘mecachis’... el caso es que siempre llevo puesto algo de casa [que es como decir algo de antes] en la jodida cabeza... y nado entre una pasión libidinosa por decir lo que me dé la gana y un quererme quedar en lo que era, que es lo que siempre ha sido... pero todo termina como un apresto en las caras, mientras el hombre de verdad dormita entre una sensación de miedo y otra de codicia... ¡brup!... lo siento, es el estómago que anda chungo... y tengo ideología, claro, muy marcada, y la jodida a veces no me deja ver bien, incluso consigue que me ofusque y me sienta perseguido... a veces hago listas de lo que no me gusta y de los que no me gustan... para qué, me digo luego, y las rompo... si al final todo quedará en lo plano y en lo negro, o en lo que sea, que al fin y al cabo será exactamente lo mismo... es por eso que hay días en los que me arrepiento de algunas cosas que he hecho, casi t

Los túneles perdidos del Palacio Ducal bejarano.

Torreón del Palacio Ducal con el hundimiento abajo. De chiquitillo, cuando salía de mis clases en el colegio Salesiano, perdía un buen ratito, antes de ir a mi casa, en los alrededores del Palacio Ducal bejarano. Entre los críos corrían mil historias de pasadizos subterráneos que daban salida de urgencia desde el palacio a distintos puntos de la ciudad y nos agrupábamos ante algunas oquedades de los muros que daban base a los torreones para fabular e incluso para ver cómo algún atrevido se metía uno o dos metros en aquella oscuridad tenebrosa y estrecha. Ayer, en mi curioso pasar y por esa metichería que siempre tenemos los que llevamos el prurito de la escritura, escuché durante el café de la mañana que se había producido un hundimiento al lado de uno de los torreones del Palacio Ducal y corrí a pillar mi cámara y me acerqué hasta el lugar. Allí, bajo el torreón en el que se ha instalado una cámara oscura hace un par de meses, había unas protecciones frugales que rodeaban un aguj