8 de abril de 2009
Ramona era realmente hermosa mientras echaba al perrillo de Julia de sus faldas y miraba a los ojos de Antonio como pidiendo vida y saltos y canciones... la última vez que la vi, contaba perfectamente hasta diez y de seguido si Antonio la animaba, y luego sonreía o empezaba a soltar su eterna perorata de cristos y jesuses...
De ella me queda un resto como de madre eterna, habitada de un don impresionante en sus ojos vivarachos para llenar de paz lo que mirase... se sabía consejas y canciones de pueblo, y las cantaba; recitaba poemas de esos bardos serranos que alguna vez pasaron por Valero y reía con franqueza ante un guiño pequeño y atrevido –siempre me pareció percibir en ella una inteligencia sobresaliente que utilizó hacia adentro con perfecta armonía y sin esa excelsa tontería de los narcisos nuevos–. Puedo decir sin dudarlo un segundo que la quise, que la besaba fuerte cuando coincidíamos y lo hacía de muy buena gana, que me caía más que mejor y que adoraba su mirada profunda, una mirada que pocas veces he encontrado en mi paso –quizás sea comparable a las de Joan Margarit y Ángel González–. Ayer se nos fue, cuando ya era solo un suspirito de todo lo que había sido, cuando había dejado bien plantados en el mundo a sus nueve vástagos, cuando había dicho cada una de las cosas que quiso decir y cuando había hecho felices a todos los que la rodeábamos.
Su agotarse ha sido duro y largo, que lo sé de memoria por los ojos de Antonio y por sus continuas caídas de humor y de esperanzas... y es a Antonio al que quiero hablarle de Ramona hoy, de su madre preciosa, de esa madre que ha tenido por muchos años, hasta que el ciclo natural se decidió a agotarla.
Los finales son duros, amigo del alma, pero llevan descanso en su contrariedad y hay que jugarlos con espíritu tahúr para que se conviertan en vivencias propicias a esa labor diaria de crecer y sonreír juntos. Tu ventaja en este duro juego es que tuviste a tu madre durante mucho más tiempo del que se suele tener a las madres, que la gozaste y sufriste con ella, que reías a mandíbula batiente con sus ocurrencias y que te dejabas besar por ella hasta hace pocos días –y tú ya vas mayor, aunque no para esas cosas, ¿verdad?–. Tuviste tiempo para aprender de ella cómo se mira a la vida de frente, cómo se salvan las dificultades –aunque parezcan insalvables–, cómo se puede sonreír simplemente por tenerse, por acompañarse en el camino hacia esa nada absurda a la que ha ido.
Y en este juego también llega la hora de las preguntas, una hora densa e intensísima de la que debes sacar provecho –algo que no dudo por tu alta capacidad de raciocinio y por el trámite intelectual que siempre supiste darle a todo–. Yo quiero que me dejes jugar contigo en esta fase dura que promete riqueza de conceptos, que me enseñes a jugarla para estar preparado.
Solo puedo decirte, Antonio, que fue un placer hermoso compartir a tu madre siempre que pude hacerlo, que fue bello apreciar cómo la sentías y la sientes, que fuiste ejemplo que me quedó marcado y que te supe débil y tocado muchas veces, pero amando siempre, y eso es muy hermoso, amigo... y, también, que me tienes aquí al ladito para lo que haga falta, para darte calor o propiciar sonrisas, para reñir bajito si se tercia, para arreglar el mundo o joderlo del todo, para abrazarnos fuerte y auparnos en la vida el uno al otro.
Lo mejor de estos momentos trágicos en las vidas pequeñas, como las nuestras, es que nos hacen ver que hay lazos fuertes, que hay intensidad, que hay algo que hemos hecho juntos sin querer y que nos ata fuerte.
Un abrazo, Antoñito, y mi más cálido recuerdo a esa mirada intensa y profunda de Ramona.
Déjame que hoy te ofrezca un ‘sigamos’...
Desde este denso vacío que me habita, no sabes, hermano del alma, cómo te lo agradezco.
ResponderEliminarUn abrazo muy fuerte. Antonio
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